En el mes de marzo recibí con agrado el envío, por parte de Juan Manuel Rivera, de sus ensayos contenidos en el texto El turno del hereje: Puerto Rico dicho de otro modo y sin arte de bregar (Edición Nieve Negra, 2010), que según su autor (p.21) es la versión de la historia de un hombre (Pedro Albizu Campos) y un país (Puerto Rico), pero también —y sobre todo— es la historia de un modelo de opresión al que se le siente ya cantar cenizas. Juan Manuel Rivera, conocedor de la historia de su país, Puerto Rico, y profesional en literatura, es poeta, crítico y excatedrático. Ha cultivado buenas relaciones con los escritores dominicanos, y en la obra habla de Pedro Henríquez Ureña, el príncipe depuesto, de su amigo el poeta Miguel Aníbal Perdomo, de Juan Bosch y su Judas Iscariote, el calumniado, del ciego Joaquín Balaguer, transcribe versos del Torrente sanguíneo de José Mármol, y a uno de los pueblos que por fortuna le dedica el libro es a la República Dominicana.
De El turno del hereje, que desmantela con cuidado el ensayo El arte de bregar del escritor Arcadio Díaz Quiñones, quedaron en mi memoria algunos pasajes imantados como los datos biográficos de Albizu; de Albizu que “es para Puerto Rico lo que el poeta peruano, Alejandro Romualdo dijera que Tupac Amaru es para el suyo: Querrán volarlo y no podrán volarlo./Querrán romperlo y no podrán romperlo./ Querrán matarlo y no podrán…”.
Con ideas similares, partiendo de Cuba, irrumpieron en República Dominicana en 1959, en la expedición libertaria de Constanza, Maimón y Estero Hondo, los puertorriqueños Ramón Ruiz, veterano de la Revolución Cubana, Rubén Agosto, con apenas 23 años, Luis Álvarez, David Chervony, Juan Reyes y Luis Ramos Reyes, y todos murieron mártires. Nuestra gratitud hacia ellos, por ese gesto, es eterna, eterna, eterna.
Sin embargo en el Puerto Rico de hoy los ideales de estos mártires parecen estar perdiendo bastante espacio, según pude percibir cuando visité esa hermana isla hace varios años. Y con la pérdida de ese espacio, pierde terreno también la lucha a muerte que entre la metrópoli y la colonia debería escenificarse; lucha iniciada en el siglo XIX por Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos y continuada en el XX por Pedro Albizu Campos. Por esta razón, El turno del hereje es un monumento esperanzador revestido de decoro, dignidad y combate contra el sistema de educación financiado por Estados Unidos, que aunque ajeno a la realidad nacional y, obviamente, protector de los intereses norteamericanos, está reflejado en el pensamiento boricua de Arcadio Díaz Quiñones en El arte de bregar, defensor a ultranza y con tinte más que borroso, de la gesta zigzagueante del demócrata sumiso y colonizado sin salvación, Luis Muñoz Marín (El turno de hereje, p.11) y censurador de la valentía y el arrojo del verdadero padre de la independencia de Borinquén, Pedro Albizu Campos, antítesis del eufemismo y de la sumisión; defensor radical de la identidad puertorriqueña. Estas cualidades del discurso del líder rebelde nacido en 1891 en la ciudad de Ponce y muerto en 1965 por efecto de los experimentos de radiación que le practicaron en la cárcel los esbirros del imperio, las visualizó, paradójicamente, el neocolonialista dominicano Joaquín Balaguer en 1927 (ibid, p.240), año en que Albizu Campos, en su campaña en pro de la emancipación borinqueña, visitara la República Dominicana. Según refiere Balaguer en sus Memorias de un cortesano de la Era de Trujillo (pp.43-44), el líder rebelde fijó su residencia temporal en Santiago y toda la juventud intelectual de la provincia lo rodeó desde el primer instante y su figura se convirtió en el principal centro de atracción de aquella ciudad que durante ocho años había sufrido en carne viva la crisis patriótica desencadenada por la intervención militar yanqui. Albizu Campos pronunció en los principales centros culturales del Cibao conferencias, a través de las cuales demostró ser un orador de palabras macizas, penetrantes, que convencían a los oyentes por su riqueza dialéctica y razonamientos contundentes. “Su oratoria contrastaba con la que se hallaba entonces en boga tanto en nuestro país como en el resto de los pueblos de América”.
Juan Manuel Rivera en su trabajo desnuda la cruda realidad de su nación ocultada por las autoridades, y afirma que la tasa de participación laboral es la más baja del mundo, que solo el 42% de la población apta para trabajar lo hace (p.38) y que el 65% de la niñez vive en la pobreza. Estas cifras echan por tierra las intenciones imperialistas de presentar la isla como un modelo de progreso a seguir en el Caribe pues la crisis económica de Puerto Rico es leve, sobre todo si la comparan con las de sus vecinos, República Dominicana y Cuba.
Respecto a esta última realidad relativa, Juan Manuel es contundente: “Es que el colonialismo no es un mal benigno ni una gracia. Es una maldición que penetra hasta el tuétano, obligando a sus víctimas a renegar de su propia valía y a convertirse en sus peores enemigos”(p.306).
Víctimas son entonces los boricuas que admiramos como el novelista Luis Rafael Sánchez, el beisbolista Roberto Clemente, los artistas Danny Rivera, Willy Colón, Héctor Lavoe, Gilberto Santa Rosa, Marc Anthony y Cheo Feliciano. Hasta ahora yo no lo había considerado así porque había olvidado que ellos también formaban parte de la historia: ayer a sus antepasados los acorralaron con el fuego de dos potencias y hoy a los descendientes los gobierna la potencia vencedora. Ésta, por un lado ha convertido la isla en una finca cosechera de sus capitales, y por el otro, a los habitantes, en unos trabajadores de poca importancia y a los que emigran al seno de la metrópoli, en seres rechazados por los propios estadounidenses. Ante tanta injusticia, saludamos a los que como Juan Manuel Rivera tratan de impedir la desintegración de su país luchando por conquistar la ansiada independencia y soberanía nacional.
Así pues que a buena hora llega El turno del hereje, y espero que de la grave advertencia que hace al autor al inicio (Quien no lea este libro, no sabrá nunca quien soy, y nada se ha perdido. Quien lo lea y no lo entienda, no sabe quién es, y eso sí que promete ser un descubrimiento fascinante), el público lea la obra para que así se entere quien es este magnífico escritor y pensador tildado de minuciosamente clandestino; y el que la lea, la entienda para que en verdad descubra una historia reveladora y fascinante.
Edwin Disla, 7 de mayo del 2011.
El autor es Premio Nacional de Novela 2007.
De El turno del hereje, que desmantela con cuidado el ensayo El arte de bregar del escritor Arcadio Díaz Quiñones, quedaron en mi memoria algunos pasajes imantados como los datos biográficos de Albizu; de Albizu que “es para Puerto Rico lo que el poeta peruano, Alejandro Romualdo dijera que Tupac Amaru es para el suyo: Querrán volarlo y no podrán volarlo./Querrán romperlo y no podrán romperlo./ Querrán matarlo y no podrán…”.
Con ideas similares, partiendo de Cuba, irrumpieron en República Dominicana en 1959, en la expedición libertaria de Constanza, Maimón y Estero Hondo, los puertorriqueños Ramón Ruiz, veterano de la Revolución Cubana, Rubén Agosto, con apenas 23 años, Luis Álvarez, David Chervony, Juan Reyes y Luis Ramos Reyes, y todos murieron mártires. Nuestra gratitud hacia ellos, por ese gesto, es eterna, eterna, eterna.
Sin embargo en el Puerto Rico de hoy los ideales de estos mártires parecen estar perdiendo bastante espacio, según pude percibir cuando visité esa hermana isla hace varios años. Y con la pérdida de ese espacio, pierde terreno también la lucha a muerte que entre la metrópoli y la colonia debería escenificarse; lucha iniciada en el siglo XIX por Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos y continuada en el XX por Pedro Albizu Campos. Por esta razón, El turno del hereje es un monumento esperanzador revestido de decoro, dignidad y combate contra el sistema de educación financiado por Estados Unidos, que aunque ajeno a la realidad nacional y, obviamente, protector de los intereses norteamericanos, está reflejado en el pensamiento boricua de Arcadio Díaz Quiñones en El arte de bregar, defensor a ultranza y con tinte más que borroso, de la gesta zigzagueante del demócrata sumiso y colonizado sin salvación, Luis Muñoz Marín (El turno de hereje, p.11) y censurador de la valentía y el arrojo del verdadero padre de la independencia de Borinquén, Pedro Albizu Campos, antítesis del eufemismo y de la sumisión; defensor radical de la identidad puertorriqueña. Estas cualidades del discurso del líder rebelde nacido en 1891 en la ciudad de Ponce y muerto en 1965 por efecto de los experimentos de radiación que le practicaron en la cárcel los esbirros del imperio, las visualizó, paradójicamente, el neocolonialista dominicano Joaquín Balaguer en 1927 (ibid, p.240), año en que Albizu Campos, en su campaña en pro de la emancipación borinqueña, visitara la República Dominicana. Según refiere Balaguer en sus Memorias de un cortesano de la Era de Trujillo (pp.43-44), el líder rebelde fijó su residencia temporal en Santiago y toda la juventud intelectual de la provincia lo rodeó desde el primer instante y su figura se convirtió en el principal centro de atracción de aquella ciudad que durante ocho años había sufrido en carne viva la crisis patriótica desencadenada por la intervención militar yanqui. Albizu Campos pronunció en los principales centros culturales del Cibao conferencias, a través de las cuales demostró ser un orador de palabras macizas, penetrantes, que convencían a los oyentes por su riqueza dialéctica y razonamientos contundentes. “Su oratoria contrastaba con la que se hallaba entonces en boga tanto en nuestro país como en el resto de los pueblos de América”.
Juan Manuel Rivera en su trabajo desnuda la cruda realidad de su nación ocultada por las autoridades, y afirma que la tasa de participación laboral es la más baja del mundo, que solo el 42% de la población apta para trabajar lo hace (p.38) y que el 65% de la niñez vive en la pobreza. Estas cifras echan por tierra las intenciones imperialistas de presentar la isla como un modelo de progreso a seguir en el Caribe pues la crisis económica de Puerto Rico es leve, sobre todo si la comparan con las de sus vecinos, República Dominicana y Cuba.
Respecto a esta última realidad relativa, Juan Manuel es contundente: “Es que el colonialismo no es un mal benigno ni una gracia. Es una maldición que penetra hasta el tuétano, obligando a sus víctimas a renegar de su propia valía y a convertirse en sus peores enemigos”(p.306).
Víctimas son entonces los boricuas que admiramos como el novelista Luis Rafael Sánchez, el beisbolista Roberto Clemente, los artistas Danny Rivera, Willy Colón, Héctor Lavoe, Gilberto Santa Rosa, Marc Anthony y Cheo Feliciano. Hasta ahora yo no lo había considerado así porque había olvidado que ellos también formaban parte de la historia: ayer a sus antepasados los acorralaron con el fuego de dos potencias y hoy a los descendientes los gobierna la potencia vencedora. Ésta, por un lado ha convertido la isla en una finca cosechera de sus capitales, y por el otro, a los habitantes, en unos trabajadores de poca importancia y a los que emigran al seno de la metrópoli, en seres rechazados por los propios estadounidenses. Ante tanta injusticia, saludamos a los que como Juan Manuel Rivera tratan de impedir la desintegración de su país luchando por conquistar la ansiada independencia y soberanía nacional.
Así pues que a buena hora llega El turno del hereje, y espero que de la grave advertencia que hace al autor al inicio (Quien no lea este libro, no sabrá nunca quien soy, y nada se ha perdido. Quien lo lea y no lo entienda, no sabe quién es, y eso sí que promete ser un descubrimiento fascinante), el público lea la obra para que así se entere quien es este magnífico escritor y pensador tildado de minuciosamente clandestino; y el que la lea, la entienda para que en verdad descubra una historia reveladora y fascinante.
Edwin Disla, 7 de mayo del 2011.
El autor es Premio Nacional de Novela 2007.